En los años que llevo viajando a Galicia, he experimentado varias sensaciones durante los cientos de kilómetros que llevo a las espaldas, bien sea como conductor, como copiloto, o simplemente como un pasajero más.
Los primeros trayectos se me pasaban volando. Al no conocer el paisaje y las localidades por las que se transitaba, siempre iba pendiente, me llamaban la atención millones de cosas, a derechas, a izquierdas, al frente o en la retaguardia. Eso si, siempre tendré en mi memoria la agonía del primer viaje. Fue aquel viaje en el que me pasé las cinco horas y media que dura, interrogándome la cara que pondría mi actual suegro cuando me viese por primera vez. Yo tan sólo sabía que era un hombre con una barba muy poblada, de más de 1,80 cm de altura y al que le tendía que, al menos, parecer buen elemento... Afortunadamente, superé la prueba.
Sumamos muchos viajes más. Llegó el embarazo de mi mujer, por razones de seguridad, los dos últimos meses ya no nos arriesgamos a meternos casi seis horas en el coche, pero los trayectos que si realizamos en aquella época eran más largos de lo normal, ya que por necesidades imperiosas había que hacer frecuentes paradas para que mamá descargase la vejiga.
Llegó la pequeña. Laia desde bien temprano nos dejó clarísimo que el coche no le gustaba ni un pelo y por si fuese poco, había que hacer multitud de paradas para satisfacer sus constantes tomas, en definitiva, cerca de siete horas de viaje con el llanto de un bebé justo detrás de la oreja. Al llegar a casa de mis suegros teníamos la cabeza como un auténtico tambor y los nervios a flor de piel, pero todo se pasaba cuando veía a mis suegros besar a su nieta y a su hija con lágrimas de emoción en sus ojos.
Poco a poco, ha pasado el primer año de Laia.
Está claro que el paisaje lo conozco casi casi de memoria y podría venir conduciendo con un pañuelo tapando mis ojos, pero encontré dos circunstancias que me hicieron el viaje mucho más ameno y corto de lo habitual.
El primero es que durante casi todo el viaje no paró de llover, de hecho al pasar por la zona de Tordesillas, provincia de Valladolid, el aguacero era bastante considerable. Lo que me entretuvo no fue la lluvia, sino las bandadas de patos que he podido ver sobrevolando la carretera y aterrizando en las numerosas charcas formadas a un lado y otro de la carretera, como consecuencia de las cuantiosas lluvias de estos meses.
Y la segunda novedad que me ha hecho sorprenderme por la brevedad del trayecto ha sido el buen comportamiento en el coche de mi hija. Sus numerosos juguetes y los inseparables "cantajuegos" en su dvd portátil han logrado que Laia haya venido casi sin rechistar durante los 600 kilómetros que separan nuestro hogar madrileño de la casa de los abuelitos de Galicia. Nada más que una parada para darle de comer porque la siguiente fue ya para besar a sus primos y recibir un precioso triciclo como regalo por su primer cumpleaños.
Esta primera noche en Pontevedra saco otra conclusión, la buena noticia de que mi suegro, al igual que su nieta, progresa adecuadamente. La recuperación de su fractura de tibia sigue y he podido comprobar que en muy poco tiempo podrá abandonar sus muletas para comenzar a intentar recuperar la normalidad.
Mañana, si el tiempo me lo permite, haré algunas fotografías para mostraros la belleza del lugar donde nos encontramos, acrecentada después de las continuas lluvias.
Buenas noches a tod@s.
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