Aunque el dia se extingue con la maravillosa noticia de que Dafne, la hija de dos muy buenos amigos, ha llegado a este mundo sana y con éxito, me es imposible deshacerme de la pesadumbre y del dolor que arrastro desde ayer.
La historia en este caso no termina con final feliz, sino que acaba con la odiada palabra para la que no cabe solución, la muerte.
En casa de mis abuelos Pepe y Esperanza siempre hubo perro, desde que tengo uso de razón. Por aquel entonces, la que habitaba el corral de mis abuelos era Loli, una perrita mestiza como todos los canes que hemos tenido. Loli era gris, cariñosa y muy paciente con el niño que siempre le hacía juderías, le tiraba de las orejas o le cogía el rabo. Tan sólo era eso, un mocoso con un pañal con un par de nudos en los costados y pasaba las horas muertas a su lado contándole mis historias en el corral rodeado de gallinas y conejos. Loli murió de viejecita a los 14 años.
Tras Loli llegó Cuki, preciosa, pequeñita, de pelo corto, blanca y negra con una mancha muy curiosa que le dividía la mitad del cuello de cada color. También tenía unas pintas negras por todo el cuerpo, como si hubiese sido salpicada de alquitrán líquido. Aunque Cuki acompañaba a mi abuelo la mayoría de los días al campo, en una cesta artesanal de alambre con un cojín ubicada en un rincón del tractor, nunca desarrolló el instinto de la caza. Cuki parió dos cachorros bicolores, uno blanco y negro que era macho y una hembra blanca y marrón que la bautizamos como Adelaida. Ambos los regalamos. Cuqui murió plácidamente, durmiendo por una eutanasia que mi abuelo pagó para que dejase de sufrir los problemas motrices que le causó la edad de 15 años.
Mis abuelos ya tenían una edad considerable cuando murió Cuqui y la verdad es que yo les ví muy afectados, fué entonces cuando me enteré de que un compañero de la banda de música de Munera estaba buscando gente que quisiera adoptar dos cachorros. Era enero, recuerdo que era una noche lluviosa y de muchísimo frío manchego cuando Benjamín me puso en las manos una perrita que tan sólo llenaba parte de una de mis palmas. Era blanca y negra y aún no había abierto los ojos, se veía que iba a tener mucho pelo y duro, pero de inmediato le afirmé que me quedaba con ella, tan sólo había que esperar unas semanas para poder destetarla de su madre.
Desde el primer día que Dona (como la bauticé) entró en casa de mis abuelos, me propuse llevarla conmigo al campo siempre que fuese, aunque sólo fuera para media hora. Pronto empecé a despertar su carácter cazador tirándole una pelota para jugar. La pelota tenía un pito en su interior, así que cada vez que yo apretaba la goma y sonaba el pitido, ella estiraba sus orejas intuyendo que comenzaba el juego. Por muy lejos que le tirase su juguete ella era capaz de encontrarla y devolverla ante mis pies. De hecho a veces me sorprendía sobremanera porque la pelota caía en arbustos o cepas llenas de hojas ocultándose por completo, pero su instinto le hacía llegar hasta el mismísimo lugar.
Un día, siendo ella muy pequeña aún, no tendría ni un año, paseando por el campo se puso a dar vueltas alrededor de una oliva pequeña, no paraba de mover su rabo, hasta que de repente se quedó inmóvil, dejando la punta blanca de su rabo apuntando hacia el cielo. De pronto pegó un salto, tan sólo me dió tiempo a escuchar chillar el conejo que había atrapado y quitárselo de entre los dientes. Desde aquel día las vueltas por el campo en época de caza las daba con mi escopeta en la mano, pero cuando me "levantaba" algún conejo no me atrevía a disparar por si su reacción era escapar asustada por la detonación.
En una de nuestras excursiones, se tiró más de un cuarto de hora intentando sacar de entre unas ramas a un conejo viejo, que se refujiaba del calor tumbado a la sombra; tanto peleó Dona que al final el conejo salió de su escondite y puse a prueba dos cosas, mi puntería y su resistencia al ruido. Salí victorioso en ambas, ella no se asustó y corrió a rematar el conejo que había alcanzado con mi tiro. Ese fue el primero de innumerables días de caza juntos, ha soportado a mi lado calor, frío, viento, granizo, y desde el día 1 de enero de 2006 cuando ella nació firmamos un cariño que duraría para toda la vida.
No contábamos con el día de ayer. Yo Dona, pensando en tu bienestar, al ver el calor sofocante que hacía el sábado en Munera, pensé que dormirías mucho mejor en el campo, en la finca, junto a Napol, Lua, Pistones y Candi. No creía que tu inestimable amor hacia mi haría que buscases ese mínimo rebaje que existe en el cemento para la salida de agua de lluvia.
Dona se escapó por allí, inició la búsqueda de su compañero de excursiones, hasta llegar a la carretera donde la fatalidad quiso que un coche pasase por allí y tras pegarle un fuerte golpe en la cabeza, acabase con su vida.
Cuando mi padre me dijo que no estabas donde yo te había dejado me temí que nunca más volveríamos a vernos, que nunca más volvería a verte taparte con la manta como si fueses humana, que nunca más volvería a verte sentada delante de mí llorando de impaciencia para que sacase la escopeta de su funda, pero no quería despedirme de ti como lo hice, viéndote en el arcén...
Salvando las diferencias, de corazón, sin contar los días del fallecimiento de mis abuelos, jamás, nunca, había sentido tanto dolor y había llorado con tanta amargura como desde ayer lo estoy haciendo. El corazón me late a mil por hora y mi pecho espontáneamente suspira de dolor cada poco. Sólo espero que como te pedí antes de taparte al enterrarte, sepas perdonar mi descuido. He vivido contigo experiencias en seis años que no viviré jamás con ningún humano y sobran mencionar tus muestras de cariño hacia mi. Me va a costar mucho superar tu pérdida, lo sé, pero ¿sabes el único consuelo que tengo Dona?, la imagen del abuelo Pepe contigo encima de sus piernas. Sin duda volveremos a encontrarnos, pasearemos juntos, jugaremos con la pelota y recuperaremos todo el tiempo no disfrutado. Si hubo negligencia por mi parte, te pido disculpas amiga, hasta siempre.